Podría llover por V. Sánchez
Ya había anochecido. Se dirigía a casa en coche por la carretera nacional. Se le acumulaban tantos pensamientos y preocupaciones… Sentía que la cabeza le iba a estallar en cualquier momento, pero lo que estalló fue el motor de aquel montón de chatarra que conducía. Se detuvo en el arcén de la carretera y puso de inmediato las luces de emergencias, acto seguido golpeó con fuerza el volante para descargar la rabia contenida y maldijo su mala suerte. Buscó en la guantera el chaleco reflectante, se lo colocó y salió del coche. Sacó del maletero los triángulos de señalización y se dispuso a situarlos debidamente, aunque no estaba muy segura de cuál era la distancia correcta.
Desde lo más profundo de su corazón rogó en silencio, al Hacedor del Universo, que hubiera cobertura para poder llamar por teléfono a la asistencia en carretera. Por fortuna la hubo y pudo contactar. Una amable señorita anotó sus datos personales, los de su seguro y su ubicación en aquella carretera que ahora se le antojaba solitaria y poco segura. La grúa tardaría en llegar una media hora. Se sentó al borde del quitamiedos de la carretera, encendió un cigarrillo y empezó a repasar todo lo que le había ocurrido en pocos días. El martes al mediodía estuvo almorzando con su novio y éste le comunicó que deseaba dejar la relación, le había surgido la oportunidad de trabajar en Hamburgo como ingeniero en telecomunicaciones, era su gran oportunidad. Aquella misma tarde le comunicaron en su oficina a ella y a otros compañeros que iban a rescindir sus contratos “…ya sabéis, la crisis”. Y ahora aquella “olla exprés” con ruedas que no dejaba de soltar humo y vapores. Qué más le podía suceder, rompió a llorar desconsoladamente y lloró lo que no había llorado en días. Apuró el cigarrillo y lo tiró al suelo, pisoteó la colilla, como quien pisotea una cucaracha, no quería provocar un incendio.
Apoyó sus manos en las piernas y miró al cielo, observó las nubes coloreadas de rojo. Las lágrimas rodaban por sus mejillas sin parar. Cerró los ojos y pidió que la partiera un rayo o que la abdujera algún alienígena que pasara por allí. Notó como algo le cayó en la frente, pensó que algún pájaro se le había cagado encima, entreabrió el ojo izquierdo y en ese momento una enorme gota de agua le obligó a cerrarlo de nuevo… estaba lloviendo.
No se resguardó de la lluvia. Millones de lágrimas le acompañaban en aquel acto íntimo de llanto impúdico. Parecía que los astros se habían conmiserado de ella y pensar que eso fuera así la reconfortaba. Dejó que el agua que caía, cada vez con más fuerza, la calara por completo. Dejó de llorar, pues “alguien” lloraba por ella. Delante de su vehículo paró la grúa, ya había llegado. En ese momento, recordó con ternura, a su abuela cuando le decía “…hija, Dios aprieta, pero no ahoga”.
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